sábado, 10 de septiembre de 2011

OPINIÓN: Abrazar la vida tras un intento de suicidio

OPINIÓN: Abrazar la vida tras un intento de suicidio:

Casi el 90% de quienes se suicidan sufre alguna enfermedad psiquiátrica (Cortesía de Roxanna Jafarian).
Casi el 90% de quienes se suicidan sufre alguna enfermedad psiquiátrica (Cortesía de Roxanna Jafarian).


(CNN) — Nota del editor: Melody Moezzi es una escritora, oradora, abogada y autora de libros premiados. Está trabajando en su segundo libro, que se enfoca en sus experiencias con desorden bipolar.


Desde el momento en que fui ingresada a la primera sala psiquiátrica de un hospital en mi vida, estaba desesperada por salir. Odiaba el olor, la comida, la mayoría del personal, las rutinas, las revistas. Odiaba los colchones hundidos, los espejos deformantes que no son de vidrio, los muebles, las salas de aislamiento. Pero por mucho que despreciara el lugar, había una gracia salvadora para mí allá: los otros pacientes.


Muchos tenían historias de horror absoluto. Historias de abuso, automutilación, combate, violación, hambre. Historias que harían de esta abogada liberal reconsiderar aplicar enjuiciamiento criminal. Pero otros tenían historias como la mía. Infancias felices. Traumas leves, tal vez, pero nada extremo.


Al final, sin embargo, todos somos iguales. Estamos gravemente enfermos; necesitamos ayuda desesperadamente, y resentimos el hecho de que sea así. Y aún más, estamos muy conscientes de la naturaleza clasificada y ultrasecreta de nuestras condiciones y nuestros destinos. Eso no era paranoia. Era auto preservación. Las personas tienden a mirar con malos ojos a los enfermos mentales, especialmente a los que hemos estado alguna vez hospitalizados.


No obstante, algunos de las más descaradas, valientes y brillantes figuras de la historia han luchado contra enfermedades de la mente. Tristemente muchos han muerto por sus propias manos debido a esa enfermedad. Desde Vincent van Gogh a Sylvia Plath y hasta Kurt Cobain y muchos otros más.


Como ellos, casi el 90 por ciento de los que se quitan sus propias vidas sufren de enfermedad psiquiátrica. Por eso, cualquier esfuerzo para combatir el suicidio va a fracasar estrepitosamente, a menos y sólo hasta, que empecemos a participar en discusiones más abiertas y honestas sobre las enfermedades mentales. No susurrando y no como chisme, sino con voces fuertes y firmes y como un problema que merece toda la atención, la compasión, y el financiamiento como el cáncer o el sida o cualquier otro padecimiento mortal.


Les pido a los que tengan enfermedades mentales que hablen, y les pido a los que no las padecen que nos escuchen. Yo sé que no es fácil hablar en medio de tanta estigmatización o escuchar en medio de tanta desinformación, pero les aseguro que vale la pena. El verdadero pecado del suicidio no es el acto en sí. Es más bien el silencio insidioso y la insensibilidad que rodea tantas de las más espantosas enfermedades de la mente que con tanta frecuencia desencadenan el suicidio.


Lo peligroso sobre el silencio es que alimenta la vergüenza y el aislamiento, que pueden ser mucho más devastadores que cualquier condición psiquiátrica por sí sola. Una cosa es estar loco. Otra muy distinta es pensar que eres la única persona loca en el planeta.


Para el momento en que llegué al hospital, me sentí mucho más sola que nunca. Después de meses de luchar sin éxito contra una aparente implacable depresión, finalmente me di por vencida. En unos pocos días, tenía una bien planeada estrategia: ir muy lejos de casa, dejar una nota llena de amor y de disculpas, pasar un cuchillo afilado por mi arteria femoral y hacerlo afuera para que nadie tuviera que limpiar. Pero, como con la mayoría de eventos que relacionados con la vida y la muerte, las cosas no salieron según lo planeado. La realidad de mi intento de suicidio no pudo haberse desviado más allá de la fantasía de esa despedida limpia, controlada y rápida. Al final me corté mi muñeca en el piso de la sala de espera de mi psiquiatra con una triste navaja de bolsillo.


Tener desorden bipolar (también conocido como maníaco-depresión) significa no sólo que puedes experimentar los lados opuestos de la manía y la depresión, sino que puedes tener aspectos de ambos al mismo tiempo. Traducción: los ‘polos’ no siempre se quedan en su lugar. En mi caso, mi impulso maníaco destrozó los planes cuidadosos de mis deliberaciones depresivas y me dejó sangrando por la muñeca en la sala de espera de mi psiquiatra en vez estar sangrando por la pierna en un bosque lejano.


Cualquiera que sea el caso, con o sin plan, por la gracia de Dios, fracasé rotundamente en mi intento. Y hoy, gracias al diagnóstico apropiado, medicación, terapia, seguro de salud, fe y una familia que me apoya, estoy bien. No estoy diciendo que esté curada. No hay cura para el desorden bipolar, aunque hay muchos tratamientos excelentes. Incluso con medicación, terapia y ajustes en el modo de vida, todavía tengo altos y bajos que se extienden más que los de cualquier persona que conozco, y aún ocasionalmente sufro de ataques agudos de depresión, manía y episodios mixtos que pueden y me han llevado al hospital.


No obstante, desde mi desafortunado encuentro con esa navaja, no he vuelto a intentar quitarme la vida. Ni me he sentido tan sola como en mi primera hospitalización. Hablar abiertamente sobre mi enfermedad mental y reunirme con otras personas talentosas creativas y productivas que vivieron circunstancias similares ha sido algo muy importante para mi recuperación.


Entrando a esa sala psiquiátrica me sentí como si no estuviera en tierra, ahogándome en un mar de desesperación. Todas las personas que amaba —todas las personas cuerdas y fuertes que querían salvarme— estaban en tierra firme.


Pero llegar al hospital fue como notar a todas esas otras personas que se ahogaban a mi alrededor, y todas estaban cerca. No sólo era yo en el abismo, y ahora que sabía que no estaba sola, tenía una razón para avanzar en el agua. Matarme significaba que no los podía salvar. Matarme significaba matarlos. De repente, no tenía opción. Tenía que nadar, así que nadé para salvar a los otros, sólo para darme cuenta, al llegar a la orilla, que ellos me habían salvado.


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